23 jun 2016

La habitación en la que me enamoré



Ella era un foco de luz cegador cada vez que entraba. El mobiliario quedaba quemado a su paso. No siempre podía estar allí, pero una vez al mes venía para redecorar mis ojos. Nadie tuvo nunca tanta gracia con sólo abrir la boca. Era mi monologuista personal. Quería saber de mí al mismo nivel que yo de ella. Nos descubrimos cosas que nuca habíamos conocido.

Ella era nueva en este mundo y había que presentarle las joyas que podía ofrecerle. El problema fue que el continente se colonizaba tan rápido que mi habitación empezó a empequeñecerse y oscurecerse poco a poco sin darme cuenta. Cedí varios metros cuadrados en conversaciones insulsas. Volví al gotelé que abultaba mi piel. Cambié el diseño por lo tradicional. Y seguí sin darme cuenta.

Ella ya no entraba, se quedaba en el umbral de la puerta mientras yo compraba placeres que no quiso disfrutar. Su habitación había succionado el alma de la mía. Ella tenía ahora el control, pero no supo manejarlo con cautela y acabó derrumbando la viga maestra.

El otro día me despedí de mi habitación. Lo más probable es que nunca nos volvamos a ver. No me dijo nada. Creo que está un poco resentida por no haberla hecho brillar como debía. Sin embargo, sé que, en los más profundo de su ladrillo, me está dando las gracias por ese largo período de tiempo que le ofrecí.